LA SOLEDAD

DEL FERROVIARIO

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 1999

 

JESÚS JIMÉNEZ DOMÍNGUEZ

 

Nació en Zaragoza el 27 de Noviembre de 1970. Abandonó muy pronto la carrera de Derecho para, finalmente, licenciarse en Filología Hispánica.

Tiene publicados los libros La decadencia (San Sebastián, Fundación Kutxa, 1999) y Diario de la anemia y Fermentaciones (ambos en Zaragoza, Editorial Olifante, 2000).

Ha colaborado en diferentes revistas culturales (Calibán, Siete de Aragón, La Expedición, Turia...) y obtenido diversos premios, tanto en poesía como en relato.

 

 

LA SOLEDAD DEL FERROVIARIO

 

Me exasperaban aquellos problemas de matemáticas de la Enciclopedia Álvarez, aquellos galimatías de horarios y velocidades en los que aparecían que siempre salían de Tarrasa, Madrid o Aranda de Duero y debían cruzarse en un punto exacto, que era justo lo que había que dilucidar. De noche, en el cuarto de estar, bajo el fruto escaso de la bombilla acribillada de excrementos de mariposas nocturnas, me pasaba horas y horas mordisqueando el lápiz hasta tropezar con el tacto frío, recóndito y hormigueante, como de metal dormido, de la mina. Era como intertar chupar el tuétano al hueso de una esfinge en busca de su secreto inescrutable. Mi padre, que como otros muchos de su generación había sucumbido a la fiebre modernista del ferrocarril y de sus misterios, intentaba ayudarme a resolverlos con una delectación que incluía el delirio, aureolado apenas por la luz de aquella única bombilla que era como el zumo apagado, pobre y aguado de su infancia.

—Esto se resuelve con un ejemplo práctico.

Mi padre, feliz y ebrio de perspectivas aventureras, me conducía hasta un extremo del pasillo (un pasillo extreñido y húmedo, oloroso siempre a posguerra, a sudor de pies, a vinagre y a patata vieja) y me hacía montar en uno de sus trenes imaginarios mientras él lo hacía en otro, al final de la oscuridad. Entonces, indefectiblemente, como al fondo de un túnel, oía un bufido de vapor inventado y un ruido quimérico de bielas que mi padre hacía con la boca. En ese momento, sin poder evitarlo, me ponía a temblar o a llorar. Y es que mi padre daba mucho miedo cuando se sabía el Expreso Pendular del Norte arrancando desde su improvisado andén en la cocina.

—Y dime, hijo –decía gritando de repente, regalándome el primer infarto de mi vida–; esto es muy importante. ¿Has salido ya de Tarrasa?

Tenía una voz metálica de general o de conductor ferroviario que hacía encoger de timidez el alma de las cosas, una voz que le salía vigorosa y atronadora del centro mismo del estómago, como si tuviera las entrañas alicatadas de orujo o piroxilina.

—Y dime, ¿has arrancado justo a las nueve y media, como dice tu trabalenguas de matemáticas?

Las piernas me temblaban con un sonido de tibias y peronés asustados, un sonido que más parecía el de un cañaveral un segundo antes de ser arrollado por la maquinaria aparatosa de una locomotora. Ya sentía el aliento de mi padre desordenándome el pelo de la cabeza y de las pestañas, allá venía el macho pateando los baldosines con sus suelas de apisonar jabalíes y yo temblaba, lloraba, era apenas un trenecito destartalado a cuerda, cargado de ovejas y melindres.

—Y dime también, dime. ¿vas a setenta kilómetros a la hora como dice tu acertijo?

Odiaba los malditos problemas de trenes, lo juro. Daba un miedo mi padre llegando por el pasillo ensordecido de resoplidos, daba un miedo cuando se ponía aimitar trenes... Apenas yo acertaba a decir que sí, que ya había dejado atrás Tarrasa, que iba con la hora y que cumplía con la velocidad cuando entonces, un segundo antes de sentirlo chocar y descarrilar (porque mi padre lo que mejor hacía era descarrilar, descarrilaba de primera), entonces se me encogían el estomago y hasta las criadillas.

—Ah, el progreso –añadía al fin mi padre, sonrisa en boca, ayudándome a levantarme– ¿Qué te parece, hijo? ¡Las alas de la patria, el espolón del país, el cuerno de unicornio de la nación!

Aquel experimento delirante, aquellos discursos encendidos sobre las virtudes del ferrocarril, no resolvian –claro está– mi rompecabezas de cálculo sino que, por el contrario, me exasperaba más todavía:

—¿Pero qué diantres debo poner entonces? ¿Dónde se cruzan los dos trenes?

Estábamos en mitad del pasillo, parados y callados como muertos. La humedad nos albergaba en su regazo miserable y pobre mientras sentíamos sobre nuestras cabezas los desconchones de cal nevando blandamente desde el techo. Hacía un frío horrible en aquella casa, aún lo recuerdo, un frío que no dejaba razonar con claridad porque entumecía las ideas. Vi a mi padre doblarse y manosearse distraído una oreja como dando cuerda al pensamiento y ya no daba miedo, sino lástima. Teníamos colgada en la pared una reproducción de un dibujo de Trinquier: la vista parcial de los pisos y pasajes subterráneos del Metropolitano de París bajo la plaza de la Ópera. Así que nos sentabamos allí mismo, flotando en la humedad, frente a la vista majestuosa de la estampa parisina, a comer desconchones, a comulgar aquellas obleas desiguales e inciertas que sabían al cuerpo triste de un cristo depauperado y calcificado, que era el tipo de cristo que tocaba a los pobres. Nos sentábamos en mitad del pasillo, en el centro de la oscuridad y de la miseria, y pensábamos, intentábamos pensar. «Nunca saldré de aquí sino en una caja de muerto que alguien, acaso tú, cargará en el vagón del mercancías que va hasta el desolladero municipal», musitaba mi padre inflamado de tristeza. «Será la única vez que viaje en tren, y será un viaje muy largo, entre el asma de las gallinas y los lechones de la ganadería de Triquina». Las tortitas de cal crujían en los dientes, dejaban en el gusto una reminiscencia mineral, una presencia terrosa como anticipo de un final ineludible. «Somos de la tierra y a la tierra hemos de volver», decía mi padre.

Nunca, ni siquiera a su muerte, se cumplió el deseo de mi padre de viajar en tren y escapar muy lejos, no sé si de la miseria o de sí mismo.Si algo he aprendido desde entonces, ahora que han pasado los años, es que nadie puede escapar de un sitio porque el sitio va donde uno va, le acompaña siempre hasta el final de sus días y aun después. No, nadie escapa a su condición como nadie escapa a su sombra o a su reflejo en un espejo. Lo sé ahora, cada día, cuando salgo a la soledad de la tarde (esas tardes que refulgen con el oro vetusto y corrompido del otoño) y me siento en la mecedora del porche a vigilar las vías de los trenes, esas vías avejentadas de carbonilla e intemperie que se pierden en el horizonte para no volver.

Hay algo en todos los hijos (algo quizá genético, inconsciente, atávico) que los precipita a completar y terminar lo que sus padres dejaron inacabado. Sólo de esta guisa (estar lo más cerca posible de un tren para un día escapar) puedo explicar que en mala hora aceptase un puesto ruinoso de guardabarrera en este páramo que es como una prolongación de mi alma o como el purgatorio sin nadie, este páramo inhabitable con sus matorrales errabundos que un viento sin sonido, como en la pesadilla de un sordo, arranca y hace rodar para llevarlos lejos, muy lejos, muy lejos de mí. Todo aquí es inicio de evasión, pero sólo inicio, propósito más bien. A veces, bandadas de cigüeñas migratorias, grandes como ángeles, desorientadas o atacadas por algún prurito de desazón o melancolía animal, bajan a aguardar la muerte sobre la vía, esperando pacientemente –pero no en vano– que algún tren piadoso las arrolle. Cuando yo era un crio, mi padre decía que las auténticas cigüeñas de París, esas cigüeñas esbeltas y estilizadas que nunca aparecían en las ilustraciones metropolitanas de Trinquier, siempre traen la bendición de un hijo al hogar. La última que vino a picotear la madera de mi puerta traía un ojo arrasado por la carbonilla en las torretas de las estaciones ferroviarias. Parecía un arcángel San Gabriel desastrado y tuerto, una aparición que tenía más de náufrago abismal que de emisario celeste que se llega a dar una buenaventura. Horrorizado por la idea de que aquel animal venía a echarme el mal de ojo o a traerme el cadáver del hijo que nunca tendré (aquí la soledad es inexorable, no he visto a nadie y ni un triste tren ha cruzado estos yermos desde que renfe me confinó hace años a esta especie de castigo), descalabré al ave con una palanqueta de levantar traviesas. Sé muy bien que nunca tendré el consuelo de un hijo con quien jugar a hacer de tren de Enciclopedia Álvarez y quizás por ello, escondido en el frío estepario del retrete (aunque no sé de qué o quién me escondo), recurro al onamismo para tener tratos carnales con la soledad y poder así procrear otras soledades descendientes y cachorras, unas soledades pequeñas y adlátares que acompañen esta soledad grande y suntuosa de muerto olvidado que llevo conmigo. En las noches agraviadas de insomnio, mientras la carne reclama su ración –siquiera sucedánea– de sexo, veo por una claraboya del baño los carriles esmaltados por un talco lunar, contemplo los postes del telégrafo por donde circula una savia de conversaciones y palabras susurradas que me son vedadas y pienso, pienso con tristeza en los días lejanos de la infancia en que íbamos, mi padre y yo, a contemplar en la estación del pueblo el paso del expreso de Irún que marchaba hacia el París de Trinquier, de Eiffel y de las cigüeñas que entienden el francés.

El olor de las estaciones ferroviarias –un olor proletario e inconfundible de maderas podridas y vigas aceradas, un olor triste a bocadillo de mortadela barata y maletas miserables de cartón– exaltaba los ánimos y las glándulas salivares de mi padre, ponía en sus ojos un atisbo de demencia más que de alborozo. Con frecuencia, partiendo de la estación, recorríamos la línea férrea en busca de animales (gatos, perros y hasta jabatos) atropellados y descuartizados por el paso inagotable de los trenes.

Cuando encontrabamos alguno, mi padre lo tocaba con su bastón, punzaba su cadáver seco y aplastado y, al punto, gritaba con júbilo, sobrecogiéndome: «El mercancías de las cinco, ¡qué bárbaro!», o «el cercanías esta mañana, ¿ves que aún está caliente? Anda, tócalo». Daba un miedo mi padre cuando, con la única pista de las víctimas atropelladas, se ponía a acertar trenes...

Otras veces (lo recuerdo ahora co una mezcla de nostalgia y cierto resentimiento clasista), me iba con Alfredo, el hijo del notario, y saltábamos muros coronados por guijarros y siemprevivas, subíamos a los vagones abandonados, nos metíamos en los túneles ferroviarios olorosos del hollín y meadas de borrachos para llorar de miedo y de júbilo, emocionados ante la proximidad solemne del rápido de medianoche. El rápido de medianoche, rielante bajo la luz de la luna, cruzaba el pueblo con un estruendo de dinosaurio superviviente y nos erizaba el vello de los brazos y aquél otro más íntimo e incipiente, nos dejaba una palabra de sorpresa o admiración a medio gestar en la garganta. Alfredo, su clase social se lo permitía, solía a veces colocar sobre los raíles pesetas –esas pesetas rubias y caducas con la efigie del dictador– para comprobar después el efecto que el paso del ferrocarril provocaba en ellas. Después del experimento, las monedas quedaban relegadas a una suerte de chapas de dudoso valor y toda inscripción quedaba desfigurada, si no borrada. «Mira», me decía Alfredo. El Jefe de Estado, deformado por el rápido de medianoche, brillaba entonces en su mano con un aspecto mongólico o subnormal, nos recordaba el monstruo de Frankenstein que habíamos visto en el cine un verano. En el colegio, los curas, tan dados a señalar las taras en almas de los demás, aseguraban que colocar pesetas en las vías férreas era pecado (y encima, mortal) porque estaba muy mal desear que un tren pasase por encima del Caudillo. De todos modos, yo detestaba a Alfredo cuando dilapidaba impunemente su dinero en estos juegos intranscendentales e inútiles. Con el dinero no se juega, aunque éste lo haga con nosotros continuamente.

He pensado mucho en aquellos días de entonces, pero los días no han pensado nada en mí. Los pensamientos y los recuerdos, tan traidores ambos, llegan por la espalda y le asaltan más a uno cuanto más solo y desocupado está. De modo que con frecuencia me entrego a tareas improductivas y absurdas, como limpiar de polvo la barrera del paso a nivel o engrasar su mecanismo para que no chirríe (la intemperie y el desuso han terminado por producirle una especie de reuma que día tras día me empeño ridículamente en aquietar). Nadie ha cruzado por este paso a nivel desde que estoy aquí y desconozco adónde conduce el camino que tengo ante mí. Aureolado por la luz incierta del whisky –he empezado a beber compulsivamente–, he llegado a sospechar que el camino no lleva sino al pasado y que, si un día caminara por él, regresaría de nuevo al pasillo de mi casa a comer hostias de cal con mi padre, en medio de la oscuridad.

La ingestión continuada de soledad, más que la del alcohol, produce demencia. Bebo la soledad a grandes sorbos y, para enmascarar su graduación, la mezclo con whisky. El whisky, que yo mismo destilo rudimentariamente, tiene un sabor gredoso de madera y tubérculo podrido más que fermentado, una apariencia sólida de resina capaz de atraparme durante días enteros, abotargándome en una somnolencia oscura de la que despierto sobresaltado con la sospecha de ser el cadáver fósil de un insecto que quedó cazado dentro de este ámbar, recio y consistente, que sin duda es el whisky cuando se bebe a solas. A veces, en mitad de la oscuridad, borracho y triste, salgo a la noche y hago bajar la barrera del paso a nivel para que el viento mudo viaje sin peligros por la vía y barra todos los recuerdos hasta llevarse a Alfredo, que reía espantosamente en los túneles, o a mi padre, que en los paseos ferroviarios me obligaba a tocar animales muertos para probar la superioridad de la ciencia y del progreso sobre la muerte.

Los recuerdos, al contrario de lo que muchos opinan, son perniciosos y nos hacen vivir dos veces lo que a veces no quisimos vivir una sola. Por eso duelen sus aguijones. Mi padre lo sabía y siempre llevaba un abanico de mujer con que airearse los malos recuerdos cuando éstos acudían como un enjambre de moscardas. Yo pasaba una vergüenza indecible cuando, en mitad de cualquier sitio y a la vista de todos, mi padre sacaba aquel abanico de mujer, grande e indecente.

Los recuerdos de mi padre, aquéllos que ni siquiera el abanico lograba aventar, remitían a una infancia mísera en un Madrid despiadado y raído, concretamente a las proximidades de la estación de Atocha, donde nació y se crió. Muchas veces, en mitad de nuestros paseos habituales junto a la línea férrea del pueblo, se agachaba de repente, pegaba su oído a los rieles como haría un indio sioux y escuchaba. Entonces adoptaba una expresión tan grave y contrita que parecía un ajusticiado con la cabeza ladeada sobre el tajador del verdugo, esperando el hachazo de la memoria que habría de transportarlo al pasado. Luego se levantaba y, sacando su abanico de espantar fantasmas, me conminaba a escuchar por mí mismo los sonidos que viajaban por las vigas.

—Si escuchas bien, oirás trabajar al guardagujas de la estación de Atocha, allá en Madrid. Dime, ¿verdad que oyes cómo canturrea pasodobles? –me preguntaba siempre con la voz enérgica y encendida de los locos.

Yo no oía nada y temblaba de miedo ante la sola idea de defraudarle, así que respondía que sí, que oía cantar al guardagujas de Atocha, y al empleado de la banderita de salida haciéndoles los coros, y al revisor también. Mi padre, satisfecho de la solidaridad que yo mostraba ante lo que él creía cierto, sonreía quedamente y fantaseaba moviendo mucho el abanico: «Ah si yo hubiera sido ferroviario».

Un día, mi padre –el recuerdo acude con un escalofrío– subió a un tren y cumplió al menos la primera premisa que había de darse para viajar en ferrocarril. El tren de las mujeres, un convoy de rameras que marchaba todos los años hacia las vendimias de Francia con el fin de distraer el ocio y los exiguos dineros de los jornaleros españoles en el día de la Hispanidad, había parado en la estación del pueblo para cambiar de maquinista y aguardaba ronroneante el instante de partir de nuevo. El tren de las prostitutas, toda una ciudad ambulante de burdeles enganchados uno tras otro como una Gomorra puesta en fila, jadeaba y resplandecía al sol, mostrando en las ventanas unos visillos que imitaban la lencería propia de los lupanares más sombríos. Algunas de aquellas mujeres, pintarrajeadas y demacradas hasta el ridículo, habían aprovechado la parada para bajar y hacer sus necesidades fisiológicas al lado del muro. Perplejos, mi padre y yo las vimos orinar puestas en cuclillas, hundidas en sí mismas, como si fueran gallinas cluecas y decrépitas que incubaran el huevo, desdichado y miserable, de su pecado. Dispuestas en fila con esa extraña solidaridad que practican las mujeres a la hora de la micción, aquellas hembras mundanas expulsaban un chorro ambarino y abundante, oloroso de amoníaco y enfermedades venéreas, en una imagen que no era sino un friso de lenocinio y de impudicia. Hasta nosotros llegaban sus risas anchas y descaradas, percibíamos el sonido luctuoso de las orinas rompiendo contra el suelo, intuíamos las hendiduras rosadas de sus sexos abriéndose en un rumor de orquídeas y de sedas. Al descubrirnos, rieron con una única carcajada colectiva, enronquecida de tabaco y jaranas, y corearon «pa-ta-ta, pa-ta-ta» como si fueran colegialas que posaran para la foto de la primera comunión. A mí me daban mucho miedo aquellas mujeres.

El jefe de estación, con quien mi padre tenía ya una cierta confianza, nos permitió subir un momento al tren. Por dentro, los compartimientos de los vagones ofrecían un aire enrarecido, como atufado de higos estropeados.

Las paredes, el techo y los asientos estaban tapizados por un terciopelo rojo y desvaído que en algunos lugares aparecía raído o arrasado, como aquejado de una ignota enfermedad cutánea. Por todas partes, aquí y allá, se veían espejitos de azogue cansado, bragas y medias viejas abandonadas por el suelo como mudas de culebras, peines desdentados y sombríos, mujeres solas bebiendo la desidia hasta quedar traslúcidas o inconscientes. Mi padre, la mirada febril y delirante de quien asiste a la confirmación de sus fantasías, me llevaba de la mano por aquel barullo de meretrices y hombres lascivos en ropa interior, diciéndome a cada rato: «Ya eres suficientemente hombre para ver lo que nuestras mujeres decentes nunca deben ver». Así llegamos hasta el vagón de cola donde un médico de provincias, que lo mismo ejercía la ginecología como la concupiscencia, tenía instalada su consulta. El vagón, blanco y deslumbrante como un quirófano, tenía un clima deprimente de espéculos vaginales esterilizados y espermaticidas caseros de dudosas secuelas. En las estanterías había instrumentos de extrañas formas que más parecían artefactos de tortura que de ciencia, pomadas y potingues nauseabundos a duraznos corrompidos cuyo uso desconocíamos. En un frasco de formol vimos un bicho grande como un puño, todavía vivo y coleando, que a primera vista parecía un centollo lívido y atribulado. «Es un Phtirius pubis cupidinis», informó el médico, «la ladilla más grande jamás encontrada, todo un ejemplar único en la parasitología». El facultativo, un tipo escuálido y rijoso con ínfulas de cirujano graduado en la Sorbona, estaba auscultando con un estetoscopio a una fulana de pechos generosos y vacunos.

—Lo que tú tienes, Mesalina, es una malformación congénita del corazón, una profusión anómala de aurículas y ventrículos. En resumen: que ese corazón tiene más cuartos que el Hotel Ritz de Madrid.

—Doy mucho amor; eso es todo, doctor.

Mi padre pidió entonces escuchar aquel prodigio de la naturaleza.

—Cariño, tu curiosidad y tu intriga me entran por el ojito derecho, pero me salen por el ojo del culo. Así que pagame si quieres oír esta radio –le respondió la mujer, cogiéndose zafiamente el pecho izquierdo con las manos.

Mi padre pagó lo estipulado y acercó el oído al misterio. Luego quiso que yo hiciera lo mismo y comprobara los enigmas que dispone la vida, así que pagó de nuevo. Aquella mujer, lo mismo que las otras, me infundía un temor patológico, una especie de aprensión desosegante que no excluía la compasión y la lástima. Mesalina, ataviada con un quimono bordado de motivos florales, me abismó la cabeza en la hondonada de sus pechos, calientes y vivos como animales de granja. El sostén olía a ubre de vaca, a caldo de melón pasado y a baraja usada, y me daba ganas de llorar, pero resistí como un valiente.

—Y qué, hijo –inquiría mi padre con su voz de mando, una voz que intimidaba hasta la exasperación–, ¿verdad que lo oyes? Dime, dime qué escuchas.

Sentía que me estaba sofocando y no oía sino mi sangre, asustada y frenética, golpeando en un recodo de mis sienes, martilleándome los oídos.

—¿Qué oyes, hijo? No te habrás desmayado, ¿verdad?

A lo lejos, como desde otro mundo, me llegaba el tono inquisitivo y burlón de mi padre, aquel hombre que me obligaba a tocar animales muertos y furcias de vísceras anormales. No sé si fue el temor a no contestar o el nerviosismo, el caso es que las situaciones se me embarullaron y los pensamientos se me confundieron a la hora de responder.

—Oigo al guardagujas de Atocha, padre –susurré apenas, todo azorado.

—Anda que no tiene guasa ni nada el niño –rió mi padre.

La mujer y el médico celebraron también mi ocurrencia. El doctor tenía una risa congestionada de cazalla y la acompañaba de expectoraciones sanguinolentas que iba depositando cuidadosamente, como si fueran mariposas granas, entre los pliegues de su pañuelo. La fulana mostraba al reír una dentadura equina, amarilla de carajillos y tabacos, apuntalada por un monstruoso corrector dental. Por desgracia, no acabó aquí la chanza. Atraidos por las carcajadas, acudieron otras mujeres y otros hombres (también el jefe de estación y varios trabajadores del ferrocarril) a señalarme con su dedo, a propinarme palmaditas en la espalda –esas palmaditas que se dan a los aparatos de televisión cuando se resisten a funcionar– y a reírse horriblemente. En el anaquel, desde su encierro de formol, el parásito más grande del mundo, aquella criatura casi mitológica de la miseria que habría de protagonizar durante años todas mis pesadillas, chapaleaba enloquecida, como reclamando unirse a una fiesta cuyo pelele era yo sin duda.

Todavía, muchos años después, en esta caseta de guardabarrera sin tren, oigo en mi cabeza aquellas risas infamantes y sientos aquellas miradas acusatorias. A veces basta ladear un poco la cabeza para desentumecer un recuerdo y ya está, sobreviene el desastre. Mi desastre es saber que la soledad, como un animal de granja que el destino se encarga de cebar, engorda a medida que los recuerdos nos asedian. Sé, o sospecho, que este trabajo y esta existencia de ferroviario abocado al aislamiento no son sino una broma perpetua (una celada, más bien) que la fatalidad ha dispuesto. La vida, definitivamente, me ha desterrado.

Por el desagüe del retrete, en esta caseta, me llegan del otro lado del mundo el sonido de cascada de otros humanos lejanos, viejos o solitarios, enfermos en la noche que orinan con escozores de vejiga o de alma. El rumor de sus excreciones se me parece como la más legítima y solidaría de sus confesiones, me acompaña siempre.

He vuelto, como hacía con mi padre en el pasillo de la infancia, a comer los pedazos de cal descascarillados de las paredes y someto a la casa entera a un proceso de descamación inexorable, como si despellejase a un moribundo. Salgo a la noche ilumunado de alcohol como una luciérnaga dipsómana y las estrellas son enjambres, y la línea ferroviaria el recuerdo de algo que no fue. El camino cruza la vía del tren y por él sólo circulan los fantasmas. Porque ya no sé si el whisky de patata me confunde el sentido y la razón, pero el suelo tiembla bajo mis pies, y el aire se electriza, y el viento trae el olor antiguo, casi olvidado, de los viajes en tren. Porque ya no sé si esta soledad me hace ver cosas que no veo, pero sí, ahí llega el expreso de medianoche (el primero en todos estos años), su pavoroso aliento de animal prehistórico que ya intuyo, un tren más oscuro que la noche, silencioso y espectral como una romería de ataúdes bajando el remanso de un río. Veo los vagones negros e iguales engalanados de coronas funerarias, las ventanas iluminadas con una luz fantasmagórica a las que asoman rostros de lividez impenetrable, ojos que miran sin ver en unas caras marchitas de rigor mortis. Porque ahora comprendo que hay viajes que conviene hacer sin equipaje ni biodramina, que la vida misma sólo es un sueño que sucede poco antes de despertar a la muerte, y que es ésta el estado habitual –ya no sólido, ni líquido, ni gaseoso– de todo hombre, un tren de Enciclopedia Álvarez cruzando estas soledades, conducido por un Caronte maléfico y maquinista, eso es.

Veo el tren fantasma de la muerte pasando lento el túnel eterno de la noche y diviso en las ventanas personas que conocí, viejos curas del colegio exánimes en mitad de un avemaría, guardagujas con la baba helada de un pasodoble colgando de los labios, el dictador de aquellas pesetas rubias de Alfredo repitiendo para toda la eternidad –como en una pesadilla renovada– el viaje de Hendaya, una Hendaya que no se encuentra en los mapas de la muerte; veo las prostitutas de la infancia que tanto me atemorizaban, sus cuerpos encendiendo las noches endomingadas y eternas de la putrefacción, Mesalina y la ortopedia de sus dientes, su corazón como un laberinto donde los hombres pagaban por perderse, el médico tuberculoso, su ciencia rendida al despotismo de la muerte. Todos desfilan absortos y lánguidos ante mí. Tal vez desconocen que fallecieron pues nadie fue a decírselo, nadie les dijo lo siento, ya no estás aquí sino al otro lado, buen viaje, no vayas a marearte, es tan largo el camino y tan vasto este páramo...

—Aguarda, padre. Mira qué bien bajo la barrera.

En el furgón de cola, como si hubiera subido a la muerte en el último momento, diviso a mi padre extinguido entre dos pensamientos, solo y sombrío, rendido al vaivén y al sopor del viaje postrero, su abanico de mujer aleteando como una mariposa enorme para orear el recuerdo de la vida.

 

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