ANTES DE LA TORMENTA

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 2011

 

Elena Alonso Frayle

 

Me quedé huérfana de pasado el día que escribí una carta que me fue devuelta sin abrir, en la que, junto al nombre de Roberto, alguien había añadido una frase manuscrita: Desaparecido desde el 13 de enero, reenvíese al remitente Hace ya cuarenta años de eso. Y hace mucho menos, apenas unos meses, que me despojaron de futuro. Un doctor de pelo engominado y gafas redondas con montura de pasta levantó la vista de mi historial médico, me miró con expresión compasiva desde el otro lado de su escritorio y me aseguró, con convincente desenfado, que había tratamientos prometedores, medicamentos a punto de patentarse y experimentos en curso que podrían retrasar el desenlace. Realicé un sencillo cómputo matemático, cuyo resultado —la vida que me restaba— estimé directamente proporcional al temblor de su terrible sonrisa, y allí mismo se me ocurrió que, antes de morir, quería regresar a Campomares. Ni siquiera sabía bien por qué. Tal vez porque en ese mar aún flotaban a la deriva los cuarenta últimos años, igual que puñados de ceniza esparcidos sobre la espuma vertiginosa. Tal vez porque quería sentarme al borde del acantilado y enfrentarme al océano, como si aún hubiera algo más allá, como si las olas fueran capaces de traer de vuelta esa especie de recuerdo tenue que dejan las cosas cuando se marchan para siempre, como si en lo más profundo de las aguas aún me esperara algo, no sabía qué, una pieza perdida en mi pasado, un último haz de luz, un último amanecer entre las sombras.

El 13 de enero de cuarenta años atrás fue la fecha del naufragio del Arlanzón, pero eso lo supe después, cuando Estíbaliz me envió los recortes del periódico y me relató cómo había sucedido todo, en una noche de borrasca. Me dijo que Roberto se había enrolado en la tripulación para ganar algún dinero con el que acaso planeara viajar a Madrid, a verme. Algo así anunció él cuando terminó el verano y nos dijimos adiós. «Un día iré a buscarte, Amanda». No añadió más. Tenía la mirada sombría y afilada, como un arrecife saliendo de las olas, eso pensé. Y es que era imposible no relacionar a Roberto con el mar: su mandíbula rocosa, sus ojos, entre verde y gris, del color de las tormentas, los rizos acaracolados, sus labios de coral. La primera vez que lo vi pensé en un mascarón de proa; de pie sobre los riscos del acantilado, erguido y ensimismado frente al paisaje bravío, el aire salino resbalando sobre su piel de color corcho, despeinándolo, azotando sus ropas. Ignoraba qué buscaba Roberto allí cada día, encaramado a las rocas de la colina del faro, como si dialogara con el océano. Yo lo veía por las mañanas, cuando salía a tomar los baños de yodo que me había recomendado el especialista de Madrid para aplacar el asma. No sé por qué eligieron mis padres ese pueblo, y no otro, para curar mi enfermedad aquel verano. Una aldea perdida en el norte, estrangulada entre las montañas y el mar. «Se forma una especie de microclima, y ni hace calor ni llueve, y eso que en el Norte siempre llueve», afirmaba ufana mi madre. Alquilamos una casa —una villa, decía mamá— en lo alto del promontorio, y desde el mirador del porche abarcábamos toda la bahía. Al pie de las montañas se divisaban huertas y campos de labor, pastos en los que siempre ramoneaban las vacas y, más allá, casas con tejas color hígado que, a la distancia, parecían de juguete. Había aprobado todas las asignaturas en el instituto y el verano se extendía ante mí interminable, sin más obligaciones que ese paseo matinal a la orilla del mar y las postales que puntualmente enviaba a la abuela y a mis amigas de Madrid, a quienes contaba que me encontraba en un lugar pintoresco, pero tan apartado y tedioso que el tiempo parecía transcurrir de otra manera, como si los días tuvieran la misma densidad plomiza que el horizonte cargado de nubes o que el tañido lúgubre de las campanas de la iglesia, cuando doblaban llamando a la misa del crepúsculo. Para distraerme, a veces acompañaba a mi madre a hacer los recados en el centro del pueblo. Me gustaba pasear entre el bullicio de las calles a media mañana y sentir el olor de las aceras mojadas, pues, a pesar de las optimistas expectativas de mamá, una fina llovizna tamizaba a menudo el aire, que siempre estaba cargado de bruma, con un tacto como de cenizas húmedas. Los edificios del puerto tenían miradores acristalados y los muros pintados de colores rabiosos y festivos, como los de las barcas de los pescadores. En los balcones de las casas se amontonaban macetas de plástico y bombonas de butano, y en lo alto, en las azoteas, siempre había sábanas y camisas tendidas, golpeadas por el viento que soplaba desde la rada. A mediodía, de las ventanas abiertas se escapaba un olor a comida en el que viajaban aromas que a partir de entonces asocié con aquel verano: sopa de pescado, sardinas fritas, marmitako, comida de marineros. A esa hora mamá y yo nos confundíamos entre el gentío, deteniéndonos a curiosear en los comercios de vitrinas lánguidas bajo los soportales de la calle Ancha. Nos cruzábamos con mujeres armadas de bolsas de rafia rayada, de las que asomaban las crestas de los puerros, el manojo de perejil, las barras de pan; veíamos jubilados con el periódico bajo el brazo y el paso desganado encaminándose hacia los bancos del paseo, madres que empujaban cochecitos de bebés y entraban en la farmacia o el estanco, ciegos vendiendo el cupón. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que apenas se veían hombres por la calle, ya que la mayoría se encontraba faenando en alta mar. Y por eso era aquél un pueblo siempre como en espera, en espera del regreso de los hombres aventurados en el océano.

Roberto aún no había salido nunca a faenar, pero soñaba con hacerlo. Sentados sobre la arena de la playa, me señalaba el agua sucia que se estrellaba en la orilla, a nuestros pies, cargada de plásticos, de conchas rotas y espinazos de pez muerto. Tan distinta, decía, de esa otra agua azul y luminosa, de alta mar, tan prometedora y siempre tan lejana. Su voz sonaba apagada, como suenan siempre las voces a orillas del mar, amortiguadas por la arena. Las gaviotas graznaban sobre un cielo amoratado, y un viento fresco del noroeste despejaba los contornos de la costa, hasta más allá de la bahía. A lo lejos, los veleros de recreo se recortaban como aves blancas en el horizonte. Me gustaba escuchar a Roberto sin mirarlo, trazando surcos y garabatos en la arena, como si fueran mensajes cifrados que nunca terminaban de cobrar sentido. Él me hablaba de su infancia, una infancia herrumbrosa de humedad, una infancia en blanco y negro, que nada tenía que ver con los colores alegres de las fachadas que había visto en el puerto. Me dijo que sentía su vida desnuda de futuro si se quedaba en tierra, como una carretera que terminara en un abismo de paredes lisas, más allá del cual no había nada, no había mar, solo un horizonte huero y plano. Fruncía el ceño al hablar, y una arruga, como una cuchilla, le crecía entre las cejas. Yo trataba de imaginar cómo sería su rutina en el pueblo durante el resto del año, el cielo calizo de las tardes de invierno en la costa, los días abreviados, la llovizna continua y desolada. Pero me costaba identificar el peligro al que se refería Roberto sin nombrarlo: el peligro de vivir y morir engullido por el paso silencioso de los días. Aún era demasiado joven y, por entonces, me limitaba a aguardar el siguiente amanecer sin tender puentes al futuro, inconsciente también del lastre del pasado que dejaba a mi espalda. La vida para mí era mera quietud, una espera apacible, igual que el oleaje libre del mar: algo sobre lo que no se manda, ni se controla, ni se contiene; como mucho, uno puede ver llegar la siguiente ola, y entonces, limitarse a esperarla. Pero Roberto no. Roberto ya tenía una idea fija: adentrarse en el océano. Tal vez era eso lo que le contaba al mar en sus coloquios silenciosos, sus planes de huida de ese futuro sin estridencias ni emociones que le aguardaba si no hacía nada por remediarlo. Al fragor de los rompientes en la orilla sucedían lapsos de breves silencios crispados, en los que se podían oír con claridad los chillidos de las gaviotas planeando nerviosas y las exclamaciones de alborozo de los niños que jugaban en las rocas, tiznadas de algas. Roberto me señaló, a lo lejos, el ferry hacia Inglaterra, que cruzaba cada día en paralelo a la costa; hasta la playa llegaba una tenue reverberación de su estela, y me contó que, al mirarla, él se forjaba otra vida. Una vida distinta, desmesurada, una vida auténtica, de pasaportes manoseados, de orquestas en alta mar, de mujeres de hombros dorados por brisas exóticas, de luces tornasoladas, de candelabros y espejos y suspiros encendidos al anochecer. Y valiéndose de esos sueños, lograba escapar de la llovizna y la humedad de los soportales, de las tardes de domingo en invierno, de las campanas llamando a misa como si convocaran espectros, de los fluorescentes fatigados de la academia, de los suspensos a fin de curso, del cansancio de sus padres, de los bostezos, la desidia, el aburrimiento. Cuando decía eso, yo lo sentía ya en otro mundo, distante, tragado para siempre por el fragor de una vida que no sería la mía. Lo imaginé muchas veces a bordo de ese ferry que surcaba el horizonte, o enrolado en la tripulación de uno de los pesqueros que cabeceaban en el puerto, en alta mar, bajo un firmamento incendiado de estrellas, en el que ya se habría desvanecido para siempre mi recuerdo. Visitaría ciudades de nombre impronunciable y recorrería el mundo del brazo de mujeres hermosas, ataviadas con vestidos blancos y vaporosos que ondearían en la cubierta de los barcos. Sabía que Roberto no se convertiría en uno de esos jubilados con boina que languidecían en los bancos del paseo marítimo, desmenuzando despacio una barra de pan dura, lanzando las migas sin demasiadas fuerzas a las gaviotas y a los jureles, con la mirada abismada en el vacío, como si en cada uno de esos pedazos arrojaran fragmentos de sus propias vidas, de su pasado anodino, del que ni siquiera se pudiera predicar el consuelo de ser ya pasto del tiempo. No, no podía concebir ese futuro para Roberto, ni podía tampoco imaginarlo al lado de alguna de las muchachas del pueblo, con las que a veces nos reuníamos por las tardes, al lado de Estíbaliz, por ejemplo, su vecina, una morena de cabellera fogosa y cejas selváticas, a la que le gustaba leer, y que siempre sonreía para sí misma cuando aparecía Roberto, con ese toque de misterio o de ensoñación de quien sabe que guarda en la manga un naipe triunfador. No, Roberto lograba contagiarme esa ansiedad de metas distantes, y, recostada sobre la arena húmeda, con los pies descalzos, llenaba mis pulmones, algo maltrechos por el incordio del asma, de esa fragancia que llegaba del monte, un olor vago e impreciso, un olor a tiempo ido o a tiempo por llegar, y me ganaba un anhelo desasosegado por algo aún desconocido e incierto, algo que me hacía alzar la cabeza de mis garabatos en la arena y mirar hacia el horizonte. Y entonces avistaba el ferry perdiéndose en lontananza, y suspiraba.

Todos aquellos encuentros frente al mar, el cruce de miradas, la complicidad diaria, aquellas confesiones bajo un cielo lechoso o al amparo de la tiniebla hiriente de la noche se convirtieron, un atardecer de septiembre, ya próximo mi regreso a Madrid, en un prolongado beso de adolescentes que a mí me pareció como la promesa de un futuro hasta entonces impensado. «Un día iré a buscarte, Amanda». Y yo ignoraba que aquello era una despedida imperfecta, acaso porque aún ignoraba que la vida, mi vida, sería eso en realidad: muchas despedidas y un solo adiós que nunca terminó de llegar.  No llegó con aquella caligrafía florida, estampada junto a su nombre en el membrete del sobre devuelto, ni con la fecha de su desaparición, ni tampoco con la carta que la propia Estíbaliz me envió pasado algún tiempo. Incluía extractos de la prensa, fotografías en blanco y negro en las que se apreciaba, en primer término, a la gente del pueblo congregada en el espigón; en la distancia, la proa del barco con medio casco en el aire, como en esas pinturas antiguas y sombrías que retratan la zozobra, la impotencia, el estupor de los naufragios a pocas millas de la costa.. La embarcación regresaba de pescar rape en aguas francesas y se hizo astillas al chocar contra los acantilados, debido al fuerte temporal. Los familiares y vecinos de la tripulación presenciaron desde el malecón los infructuosos intentos de la nave por alcanzar la rada.  Los titulares daban cuenta de los hechos con frialdad, eclipsando en la asepsia de su redacción el espantoso desgarro de la tragedia. Estíbaliz me contó cómo ocurrió todo, pero a mí me parecía que sus frases eran tan insensibles al dolor como la prosa concisa de los periodistas, como si lo que me relataba fuera algo tan ajeno y distante como esos libros sobre piratas y navegantes que le gustaba leer. Había mar gruesa aquella noche y las olas furisoas levantaban la embarcación sobre sus crestas cuando ya enfilaba la rada. Alguien dio el aviso de que el Arlanzón batallaba frente al puerto y allá nos fuimos los parientes, los vecinos, el pueblo entero congregado en el malecón, contra el que se batía un mar plomizo y frío. El cielo estaba oscuro y empedrado de nubes, y las rocas negras del acantilado parecían monstruos dormidos. El patrón debió de poner proa hacia las puntas del desfiladero, quién sabe si pensó que así saldría de lo peor de la tempestad. Vimos cómo el barco derivó hacia los arrecifes, cerca del faro, que arrojaba navajazos de luz sobre la escena. Oíamos el mar entero como un bramido y podíamos distinguir las ráfagas de olas de color pizarra arrojando torrentes de agua sobre la cubierta del Arlanzón. Olas macizas, implacables, que revolcaban la embarcación en un remolino de espuma; cada una se alzaba amenazante, como si con ella llegara la explosion final del océano, la que se tragaría para siempre al barco con todos sus tripulantes. Respirábamos aliviados cuando lo volvíamos a ver aparecer entre los penachos espumosos, las mujeres bisbiseaban plegarias y alguno de los hombres impartía a voces consignas que nadie entendía, engullidas por el grave rugido del oleaje sobre los arrecifes. El barco se aproximó a los bajíos que hay más allá de la Caleta, donde el litoral es menos escarpado. Vimos a uno de los hombres alcanzar la costa con un cabo a la cintura. Pensé si sería Roberto y noté que se me doblaban las rodillas, acordándome de ti, Amanda. El hombre logró amarrar la cuerda a una piedra lisa y pelada, pero cuando se disponía a asegurarla, una ola lo estrelló contra un costado de la roca, y depués ya no lo vimos más. Al día siguiente apareció su cuerpo al otro lado del promontorio, pero no era Roberto. A Roberto aún lo siguen buscando.

 

 

De pequeña me daba miedo bañarme en el mar, porque me figuraba su fondo habitado por criaturas prehistóricas de piel negra y brillante, monstruos emboscados en la oscuridad de las aguas que en cualquier momento rozarían mi pie o, peor aún, surgirían súbitamente con un estallido de fauces y tentáculos, y me arrastrarían de un zarpazo hasta sus guaridas abisales bajo toneladas de mar. Roberto se rió cuando se lo confesé. «Hay cosas peores», dijo. Y me contó la historia de un viejo del pueblo, que afirmaba que una noche, mariscando a cien brazas de la costa, había presenciado cómo una nave espacial, con sus luces fulgurantes y sus platillos giratorios, emergía de las profundidades y desaparecía en las tinieblas del firmamento a la velocidad del diablo. Lo que más asustaba al viejo era que hubieran podido raptarlo y llevárselo a bordo, como un tripulante exótico, hacia el otro confín del Universo, y que ya no habría vuelto a ver a su mujer ni a sus hijos, separado para siempre del que fuera su mundo. «Dime», me preguntó Roberto, «tú qué preferirías, ¿saberme muerto o saberme viviendo en otra galaxia?». «¿Hay alguna diferencia?», contesté encogiéndome de hombros. Entonces él se puso serio y me agarró de la muñeca como si se aferrara a un salvavidas: «La esperanza, Amanda, esa es la diferencia», desvió los ojos hacia las olas, pero no disminuyó la presión de los dedos sobre mi piel. «La esperanza», repitió.

Nunca encontraron el cuerpo de Roberto, según me informó Estíbaliz. Su muerte quedó para siempre aplazada, como una tormenta que no estalla. Desaparecido desde el 13 de enero, un día de fuerte borrasca. Yo no regresé a Campomares, el asma quedó aplacada cuando dejé atrás la adolescencia y en su lugar se me afianzó en las vías respiratorias la soledad incuestionable de la edad adulta. No pude vestir luto por nadie y emprendí sin más la vida que me correspondía: los años en la Universidad, un marido, las comidas de los domingos en el club de golf, las cenas de trabajo, las copas en los jardines de los vecinos, el divorcio, y al final, una carpeta de color garbanzo con mi historial y la sonrisa de dientes grises de un doctor con gafas de búho. Y las falsas esperanzas.

 

 

Viajé hacia el norte y me aproximé a Campomares siguiendo los meandros de la costa. Había conseguido alquilar la misma casa, que todavía seguía en pie en la cima del promontorio, aunque ahora parecía un islote extravagante y anacrónico que coronaba varias filas de adosados construidos sobre la ladera. Ya desde lejos avisté los muros aún pintados de azulete y el tejadillo de color azufre sobre el porche. Aparqué a la entrada y en cuanto me bajé del coche percibí ese peculiar olor, mezcla de la brisa salobre del mar y el aroma de los pinos de las colinas boscosas. Hasta allí llegaba el murmullo de rompientes al otro lado de la playa. Me aproximé al edificio y percibí la fachada salpicada de boquetes por los que asomaba la madera podrida de las vigas. La llave giró en la cerradura sin tropiezos y al entrar me pareció que todo era mucho más pequeño de lo que registraba mi memoria. Resultaba difícil, en esas dimensiones renovadas del espacio, rescatar los recuerdos. Los muebles eran distintos, había mesas de metacrilato y pequeños cojines orientales mullían el respaldo de un sofá de polipiel color champán. Grandes lamparones de humedad afeaban las paredes del salón, pero junto a un aparador de rejilla que me pareció nuevo, reconocí el reloj de péndulo, que llevaba cuarenta años emitiendo su implacable tictac, como si fuera el latido de la habitación. Una claridad delgada y enfermiza se filtraba por las persianas; abrí las ventanas y me asomé al balcón, inclinándome con cuidado sobre el armazón inestable de los barrotes oxidados. Contemplé el crepúsculo escarlata agonizando sobre la bahía, hasta que el sol se escondió por completo detrás de la línea del horizonte. La noche cayó a plomo sobre el mar y me retiré al interior, sintiendo el peso de la oscuridad a mi espalda.

Al día siguiente, nada más desayunar, me encaminé hacia el acantilado. Por el paseo marítimo me crucé con mujeres jóvenes que corrían en shorts de deporte, separadas del mundo y del rumor de las olas por los pequeños auriculares que colgaban de sus orejas como moluscos enfermos; los adolescentes caminaban en grupos, con su trayectoria vacilante y errática, probablemente retrasando el arranque de la jornada en alguna academia de sillas ergonómicas y focos halógenos; había repartidores del supermercado que conducían carritos cargados hasta los topes hacia los edificios con jardín y piscina de la primera línea de mar; varios carteles corroídos por el salitre avisaban de la prohibición de arrojar alimentos a las aves marinas, para respetar el equilibrio medioambiental; los jubilados encontrarían ahora otra manera de desgranar sus tiempos muertos, pensé. Pero algo no había cambiado en todos estos años: el vacío de los hombres que faltaban, la espera de su regreso a puerto, el futuro suspendido, el temor embozado en la máscara falaz de la esperanza.

Dejé atrás el camino adoquinado del paseo y enfilé el sendero que conducía hacia el acantilado, al paraje desde el que Roberto solía conversar a solas con el océano. Descendí con cuidado por las rocas inestables, atenta a no resbalar, hasta que encontré una especie de plataforma pulida y plana, festoneada de berberechos. Me senté allí para recobrar el aliento, con los pies mecidos en el aire. Soplaba un viento muy fuerte y en el horizonte se amontonaba una muralla de nubes densa, violácea; las olas arañaban los riscos y salpicaban de espuma mis piernas. Una gaviota de un blanco brillante alzó el vuelo y sus alas se recortaron con nitidez contra la cúpula turbia del cielo antes de hundirse en la negrura crispada del mar. Pensé que se avecinaba una tormenta. Miré hacia el otro lado del promontorio, hacia el punto en el que, según mis cálculos, debía de haber naufragado el Arlanzón. Ahí abajo, sepultado bajo masas incalculables de mar, descansaban los despojos de una vida distinta, de un pasado que nunca aconteció, un futuro que no había llegado a cumplir sus promesas, y que se alejó para siempre a bordo de aquel pesquero en el que ondeaba la bandera alevosa de la más definitiva de las pérdidas.

Y de pronto, mirando esa tumba silenciosa, adquirí —cómo explicarlo—, adquirí una certeza de eternidad. Porque vi el ayer y el mañana, lo que siempre estuvo ahí, en este mundo, y puede que también en otros, desconocidos y remotos; lo que nunca acaba, sino que se desplaza: aquí sube, del otro lado baja, lo que hoy vive aquí, allí muere, y, al morir, vuelve a nacer en otro lugar. La entropía indefectible del Universo, la materia imperecedera, la inmortalidad pujante de eso que algunos llamamos alma. De un golpe me pareció entender qué era lo que Roberto buscaba en realidad en el océano con la mirada perdida en algún punto secreto del aire: buscaba esa certeza. Entrecerré los ojos, y al abrirlos de nuevo fue cuando lo vi.

Estaba sentado un poco más hacia poniente, donde las rocas se convertían en un despeñadero. No había advertido su presencia, concentrada primero en no tropezar en mi descenso y después abismada en el mar y los recuerdos. Tenía el mismo pelo acaracolado, ahora virando a gris en las sienes, el cuello robusto, la mandíbula recia. Pero incluso a la distancia distinguía una especie de extrañamiento nuevo pintado en su mirada. Vestía una chaqueta de tweed y zapatos embetunados, y todo en su indumentaria delataba un linaje ajeno al pueblo. Pensé que aquella aparición intempestiva ofrecería un perfecto final para una historia, como si mi vida, la vida, respondiera a la mecánica infalible de la ficción, como si todas las historias tuvieran un narrador invisible dispuesto a dispensar un final adecuado a los pasados inconclusos. Aquel hombre podría ser Roberto, que nunca estuvo a bordo del Arlanzón; yo habría vivido toda la vida convencida de su muerte o de su desaparición, solo porque una muchacha de caligrafía florida, que fácilmente pudo interceptar las cartas que llegaban al buzón de su vecino, me había inducido a pensarlo, quién sabe si con la esperanza de jugar la baza triunfadora de sus ojos verdes y sus cejas negras. Roberto me olvidó por la falta de noticias que le llegaban de Madrid, o acaso a él también le llegó alguna misiva escrita con esmerada caligrafía en la que se le daba cuenta de los avances implacables de mi asma. Después él salvó el abismo y abordó el ferry que le llevó a otros mundos, de los que regresó vistiendo chaquetas de paño y zapatos de banquero. O tal vez ni siquiera eso, tal vez Roberto pactó con sus sueños y convirtió su vida en ese yermo sin accidentes ni vegetación que tanto había temido, del brazo de aquella Estíbaliz que tan bien jugó sus cartas y que se ocupaba, eso sí, de procurarle la ropa necesaria para hacerle aparecer como uno de esos héroes de las novelas que le gustaba leer, y que, con el correr de los tiempos y de la edad, ya no trataban de capitanes y bucaneros, sino de triunfadores en las batallas de la tierra firme y el asfalto. Cuarenta años resumidos en unos pocos metros, los que me separaban de ese desconocido. El hombre, al advertir mi mirada, levantó una mano a modo de saludo, y continuó su contemplación absorta del mar. Él vería en mí una mujer de rostro demacrado y cabellos blancos, una mujer reseca y encogida sobre sí misma, igual que una esponja arrancada del agua, como si, más que células desahuciadas, habitara en mí un vacío, un hueco en la biografía; una mujer enlutada de ausencia, definitivamente huérfana de pasado, un pasado, en cualquier caso, que no admite enmiendas, solo tachaduras, ahora me daba cuenta. Es inútil tratar de contar las historias completas, porque nunca lo estarán, siempre serán imperfectas, a falta de esa pieza que las cierrra, y que ni siquiera llega con la muerte. Una pieza que faltó aquí —un adiós— y que en otro lado sobró —ese pacto claudicante con la vida—, igual que el agua pendular de las mareas, imposible de equilibrar en su inexorable vaivén. Qué más daba en realidad que ese hombre fuese o no fuese Roberto. Acababa de vislumbrar la fragilidad de los cimientos sobre los que acaso se afianzó mi vida —los arabescos de una escritura que no reconocí, la esperanza que regresó de vacío, una tormenta latente apostada en el horizonte—, una vida que ya se extinguía; un día no demasiado lejano mi paso por el mundo quedaría para siempre extraviado en algún despoblado de la memoria, me convertiría en polvo esparcido sobre las aguas, conformado por la misma materia irrecuperable que el pasado flotando a la deriva en la espuma del mar. Y, sin embargo, ese día las olas continuarán estrellándose contra el saliente de la roca, indiferentes a la identidad del hombre que aún las contempla desde el faro o a los despojos de olvido que quedaron sepultados en su seno, entre los restos de un naufragio que fue real; ignorantes de la razón o la causa que guía sus movimientos, obedientes al rigor ciego de un itinerario ininterrumpido, sin principio ni final, que es como el reflejo de la eternidad. 

Me puse en pie trabajosamente y aspiré hasta el fondo de los pulmones ese olor violento a mar. Comencé el ascenso por las rocas sin volver la cabeza para mirar al hombre que dejaba atrás, ya para siempre. Soplaba un viento huracanado y, al llegar a lo alto del promontorio, sentí los primeros goterones de lluvia golpeándome la frente. Terminaba la larga espera y estallaba, por fin, la tormenta.


 

 

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