Hasta que nos sueltan


Fernando Benito Labarta

 

Las nubes que acongojaban la tarde en la ciudad se han cansado de retener su pena, y un fino llanto amenaza el secado de la colada. Aguanto el órdago desde mi butaca confiando en la amainada, pero el temporal arrecia y mis camisas, agitadas por el viento, manotean nerviosamente tras el cristal como demandando mi auxilio. Demorándome tan sólo en un justificado refunfuño, renuncio a mi rato de lectura y cierro mi libro abandonando a Menelao en Troya; tendrá que ocuparse él de Helena, que yo he de rescatar mi ropa.
En el tendedero se desarrolla otra homérica batalla que no precisaría sino de un buen bardo para ser inmortalizada: las sábanas se encarrujan en la cuerda y plantan cara a la tormenta; encolerizados por el viento, unos pantalones estrangulan con una presa grecorromana a la funda de la almohada, que se debate boqueando entre espasmos con un ulular entrecortado; los pañuelos se agitan como aqueos asustados ante la ira de Poseidón y palmotean sonoramente su alarma los calzoncillos, con la desesperación de galeotes enfrentándose al temporal amarrados a los remos. La única prenda que mantiene una postura digna es un sostén de mi señora. Su encofrado de aros y varillas le convierte en una especie de Laocoonte del tendal caótico, y dos de mis corbatas apostillan la imagen enroscándosele como sierpes. Pero hete aquí que Zeus ha debido de confundir un talón zurcido con una debilidad mítica y, de un manotazo de viento, arroja un calcetín al Hades.

Me llamo Aquiles Cuevas y no me gusta la televisión. Aprecio más el placer que me proporciona la lectura y, si nos referimos a espectáculos, el teatro. Aunque me gustaría disponer de una chimenea para arrebatarme con las telúricas danzas de las llamas, carezco de ella, así que si no estoy leyendo, suelo quemar el tiempo en la contemplación de ese pequeño teatrillo que se despliega en mi ventana cuando la lavadora culmina su labor. Tras el centrifugado, la función.
Por esta particular afición he sido objeto de muchos comentarios y de no pocas bromas de mis amigos, personas de buen proceder pero que adolecen en su sensibilidad de una falta de cultivo. Es el tendedero un escenario donde las prendas, como anónimos actores, nos ofrecen con sus sutiles interpretaciones un abanico de las pasiones humanas. Sentémonos en una butaca, miremos al patio y disfrutaremos de comedias hilarantes, tragedias desesperadas y, añadiendo un poco de música al ambiente, acompasados ballets. Reconozco que mi estado de ánimo tiene una influencia considerable en el devenir de las escenas, así como las lecturas en las que ande yo sumergido, o los avatares del día. Pero ¿no son todos estos factores igualmente decisivos en el resto de mis percepciones? Cierto es que en alguna discusión con mi mujer he tenido la sensación de que la colada enfatizaba nuestro enfado con una coreografía de nerviosos molinetes, y que en momentos más tiernos aprecié desde la cama los juegos de un albornoz y un tenue camisón imitando nuestras caricias; pero no lo es menos que en otros casos han sido sus delicados lances de tendedero los que me han incitado a disfrutar de alguna mañana dulce, ni que fueron los latigazos de una colcha suspendida como un ahorcado en la noche los que a veces alteraron mi reposo. He contemplado en el tendal dramas más discretos, sin tanta carga efectista pero no menos intensos, como el suicidio de una media abrumada por el abandono de su pareja. No pudiendo asumir el trago, dibujó un tirabuzón, exhaló un mohín nostálgico, y se soltó de la cuerda abismándose en el patio. Su cónyuge, inconsciente de la tragedia, había quedado olvidada en el fondo de la cesta y de allí fue a la basura, incapaz de rehacer su vida.
El viento, con su batuta invisible, marca el ritmo de la trama y mueve a los personajes, matiza con las nubes la iluminación adecuada y adereza algún que otro pasaje destacable con atrezo: melancólica lluvia, caprichosa nieve, taciturno hollín. Yo me permito en ocasiones intervenir en la elección del reparto incorporando a la cuerda, según el caso, una elegante chaqueta, una coqueta falda o una rebeca de punto. La sobriedad de la pana, de movimiento tardo, es adecuada para el drama de una tarde de otoño, pero se requiere la dulzura del algodón o la sensualidad del raso para un sainete de primavera. La ropa nueva, con la timidez del apresto, semeja a los actores noveles, algo tensos por el miedo escénico, y suelo mezclarla con alguna pieza ajada, ya metida en tablas, que compense el ritmo con la soltura que su experiencia le dicta. Pero todas sin excepción, en el momento en que, humedecidas por el lavado, entran al escenario, se dejan el tejido en el papel, transmudadas por el viento en el personaje que representan. Y todas, como el humano, olvidan que su actuación termina, que el tiempo es fútil y que hasta el espectáculo más intenso pende de cuatro pinzas. La erosión del uso dilata las dos patitas del muelle, se relaja la presión de sus labios de madera y un actor desaparece de escena con un zarpazo de viento.
Tengo bien presente en qué momento de mi existencia se me ancló en el pecho esta querencia hacia el teatro y los tendederos, y los dos factores que actuaron de acicate para que hasta el día de hoy se me mantenga: la promesa de vida que titilaba en los ojos de una niña y la magia que ocultaban los muros de la fábrica de pinzas.
Pero vayamos por partes:

Los ojos de una niña

No tendría yo diez años cuando una efervescencia desconocida alteró la beatífica paz de mi infancia. La vi. Lo recuerdo como si fuera hoy. La vi pasar y quedó para siempre colgada mi colección de cromos de animales y mi secreta vocación de pelotari. Yo supe de alguna manera, con esa ternura silenciosa con la que pasan las cosas que de verdad importan, que mi vida había cambiado irremediablemente. Ella existía, surgía de un proscenio telúrico y antiguo, del camerino de Eva en el Edén, para mostrarme que aquello en lo que nunca había reparado era lo que siempre busqué, como hebra de una trama anterior a mi aparición sobre la Tierra. La vi pasar con sus libros forrados sobre el pecho, un pasador azul sobre el pelo y unas pestañas rubias sobre unos enormes ojos que iban a ser, a partir de aquel día, la bocana del puerto adonde quise siempre llegar sin haberlo supuesto, el umbral de la pirotecnia y de todos los prados verdes en los que apetece vivir y por los que merece la pena morir. Vaya, que las hormonas empezaban a serpentear a gusto por mi caudal sanguíneo y me hacían confundir los brillos del aparato metálico que encorsetaba sus dientes con el espejeo cegador de la corona de Afrodita. Pero bueno, eso es lo de menos. Al fin y al cabo, ¿qué no es sino ilusión? El caso es que decidí amarla sin descanso el resto de mi vida, cada día, y así lo hice durante los ciento veintitrés que duró aquella enajenación insomne que, de pura debilidad, me empujó a los brazos de la varicela en cuestión de dos semanas. ¡Dura la vida del amante infantil que busca a ciegas su senda, sin topografía conocida ni mapas que le faciliten el periplo!
Cuando mis padres me permitieron volver a pisar la calle bajo promesa de que no me rascaría los rojos granitos que arrasaban mi cara, dediqué mi convalecencia a seguir a mi princesa en sus cotidianos recorridos de la escuela a casa, y de casa al parque. A bastante distancia, claro, no fuera a ser que descubriera mi debilidad hacia ella, que bastante desorientado me tenía a mí como para compartirla. Así conocí sus rumbos, su afición por jugar a la goma (que me provocó cierta nostalgia del frontón que ocupaba antes mis horas), su tienda preferida de gominolas (que me hizo dudar por proximidad sobre mi deserción del coleccionismo de cromos), y su cita semanal con el mundo del celuloide en las proyecciones dominicales de la parroquia (el único hábito que, para mi alborozo, compartíamos). En aquellas películas de transcurso tartamudeante y cortes inesperados, por la aparición de un beso en pantalla o por los habituales problemas técnicos, había descubierto una primera versión de la mitología griega, edulcorada en tecnicolor norteamericano y plagada de reptiles gigantes y repeinados héroes. Fue mi primer acercamiento a la tragedia, con las tintas cargadas en la violencia consustancial a la guerra y la censura inherente al amor, que me hacía sentirme aún más despistado con los nuevos efluvios que me habitaban. Por otro lado, los macarras helénicos de la pantalla me daban pistas sobre las formas en que uno debe defender aquello que le es vital, y me adiestraron a base de mamporros cinematográficos en el arte del valor inconsciente. Así, una tarde en que un Maciste azulón de dos dimensiones repartía leña entre las huestes de la malvada Medusa, distinguí en la penumbra de la sala a Rodrigo, un gallito bravucón a quien todos sin excepción temíamos, molestando a mi amada con sus requiebros quinquis. En un arrojo de valentía que para sí hubieran querido los campeones del Olimpo, y lamentando que mis pantalones cortos no encubrieran el temblor de mis rodillas, me acerqué a él y, farfullando entre dientes que se trataba de mi hermana, le sugerí que la dejara tranquila. Una mezcla de emociones y de extrañas sensaciones espaciales me embargó a partir de ese momento y me impidió enterarme del resto de la película, haciéndome oscilar entre la anchura satisfecha por el arrojo demostrado y la angostura con que mi piel me contenía al calibrar las consecuencias de mi hazaña cuando se encendieran las luces. Pensando en los beneficios que podría conllevar para mis huesos una veloz retirada, no esperé a que el The End se diluyera para salir de la sala. En la puerta, concediéndome el centelleo de su ortodoncia en una sonrisa abierta, me esperaba mi niña. Posó un beso ligero en mi rostro y se alejó con un tímido corretear de ardilla que vuelve a su madriguera. Ninguno de los bofetones que me propinó el macarra diez minutos más tarde consiguió quebrar la burbuja de mi éxtasis.
Ebrio de amor y de guantazos, con dos dientes indecisos y un ojo improvisando cromatismos, me tambaleaba feliz hacia mi casa, y de esta guisa tan inapropiada me habría presentado ante mis padres si no acierto a cruzarme con el viejo Braulio.
-¡Aquiles! Pero ¿qué te ha pasado, niño? Pues sí que vas florido; anda, entremos un momento en el taller para que pueda lavarte un poco y adecentarte esa cara, que así no puedes ir a ningún sitio. Entra, siéntate y me cuentas la batalla mientras te amortajo, golfo.
Apoyó su mano en mi hombro y entramos los dos, y ahora ustedes, en la segunda parte de mi historia.

La fábrica de pinzas

Un niño vive su barrio como si de un universo se tratara. La topografía del cosmos habitado la medí concienzudamente en aquel tiempo a saltos de pídola y repiques de canica; con un tute, matute y tres pies te plantabas en el borde de la galaxia. La vida transcurría ágil y nerviosa, pero con unos ralentizados días generosos en minutos, en la repetición de cuatro itinerarios conocidos hasta el último adoquín. Mi calle, el colegio a dos manzanas junto a la iglesia, la tiendita de los futbolines y la aventura dominical de la campa despoblada, territorio salvaje sembrado de escombros y lagartijas en el que había que adentrarse armado de tirachinas. La tierra ignota se extendía a partir de estos límites, tan desconocida y legendaria como la Esparta del cine parroquial.
Yo concebía aquellas calles como un reino inmutable lleno de personas a las que el tiempo no afectaba: siempre me despertaría mi madre oliendo a café, siempre sabría del final del recreo por las palmadas de Don Melchor, siempre estaría la Eleni dispuesta a venderme chicles Dunkin, y por siempre buscaría yo aquel cromo del koala que amputaba mi colección. Aún no era capaz de percibir las inestables pinzas de las que pende toda existencia en el tendedero; ni aquella ráfaga de camión que hizo desaparecer a mi vecino pudo enseñarme a verlas, pues a nadie le pareció oportuno comentarme su existencia hasta que conocí a Braulio.
Ayer precisamente, tendiendo la colada, quiso mi mente caprichosa acordarse de él. Sujetaba yo frente a la cuerda la falda plisada de mi cónyuge con esa gracia en el doblez aleccionada para evitar arrugas del secado, cuando quiso por azar binguero surgir del saquete de las pinzas, tras la verde pistacho y otra de un azul palanganero, una de madera. Acostumbrado como estoy al plástico, se me antojó esa pequeña herramienta casi una reliquia, un trozo de materia de otros tiempos en los que del corazón del árbol surgían aquellas mínimas prensas para sujetar la intimidad textil de cada uno al tendedero. Y a la caza de reliquias, brincó mi memoria a mi infancia y volví a ver, tan nítida como si la tuviera delante, la desconchada tapia de la fábrica de pinzas.
No muy lejos del colegio, embutido entre dos de los idénticos edificios de vecinos que conformaban aburridamente la calle, como una ermita dedicada a las antiguas manufacturas, se encontraba el taller de Braulio. Se escondía del tránsito en la calle con un murete de metro y medio que no habría inhibido el salto ni del ladrón más torpe; tan leve era el valor en duros que albergaba aquella tapia, que su misión era más delimitar el mágico rincón que protegerlo. Era un pequeño solar de unos cien metros, cubierto en su mitad por una tejavana que salvaba de la lluvia a la herramienta: la fresa, la sierra y el bombo. El resto del terreno, desprotegido de nubes, celebraba la humedad del cielo con su brotar de hierba y matojos entre una miscelánea de maderas, rollos de alambre y chapas tan ancestrales que parecían ser las genuinas propietarias del entorno. Aquella fábrica arcaica era, en pleno centro urbano, un animal a extinguir arropado por un trozo de prado imposible, un rincón que, más que conocerlo, me parece haberlo soñado.
Bajo el reducto de teja y rodeado de una pátina de herrumbre, Braulio manipulaba la maquinaria con un fervor que la rutina no había conseguido erosionar, y aquella ceremonia de gestos repetidos se convertía en mi mente de niño en la liturgia hipnótica de algún rito antiguo. La mandíbula metálica gemía en su mordisco para convertir el alambre en el tirabuzón del muelle, y el alma quedaba a la espera de las dos piezas de leña que canalizaran su fuerza. La fresa confería a las tablas una sinuosidad femenina: el primer promontorio, una cuesta leve hasta el corazón donde se asentaría el muelle y, tras la dulce concavidad del valle, una segunda colina que concluía en los labios. La sierra circular escindiría aquel paisaje de dunas con caminos chirriantes y de una nube de serrín nacían las pequeñas piezas que casaría después el muelle.
-Las pinzas son animalillos fieles -solía contarnos a la chavalería en los descansos de su labor-. Humildes, chiquitas, tan insignificantes que nadie repara en ellas, pero contienen una fuerza sorprendente en su pequeña naturaleza, y son tan constantes en su tarea que no sueltan lo que muerden hasta que nuestros dedos lo ordenan. O hasta que la vejez las vence o el vendaval las sorprende. Y en esa debilidad radica la lección que nos ofrecen: que nada permanece siempre; que todo lo que está, antes o después, se irá.
Al aire libre, junto a una absurda colección de latas vacías de aceite para coche, brotaban entre los matojos las patas de una bañera de hierro que alimentaba musgo y cardenillo con el agua de la lluvia y a su lado, como para pincelar más onírico el conjunto, se acurrucaba un pequeño teatro de títeres: cuatro tablas festejadas en pintura azul con unas irregulares estrellas de puntas nerviosas enmarcando un mínimo escenario, oculto tras una bayeta verde que hacía las veces de telón.
Braulio no cerraba la puerta, ni oponía reserva alguna a que los niños la cruzáramos para verlo trabajar. A mí me gustaba demorarme un rato en su taller a la salida de clase, sentir en mis pies ese rumor de prado desorientado en la ciudad, y allí solía encontrarme con otros chiquillos aficionados como yo al aroma liberado del serrín, al baile de las pastillas de parafina en el tambor donde suavizaba las pinzas. Sentíamos al cruzar el umbral, que estábamos pisando un reino diferente, más próximo a las tierras de nuestra imaginación que a la calle real con la que lindaba. De alguna manera, intuíamos el anacronismo de aquel patio de trabajo, tan alejado de la lógica industrial y urbanística del barrio donde, mágicamente, sobrevivía.
-¿Qué hacéis tantas horas en el solar de Braulio? -mi padre no comprendía que aquel hombre mantuviera abierto un negocio tan poco rentable y se resistiera obcecadamente a vender el terreno a las constructoras que lo tentaban golosas- ¿No os aburrís de verlo parir pinzas?
-Hace más cosas, papá.
-Además de perder dinero, no se me alcanza qué otra cosa puede hacer ese viejo loco.
-Teatro
-¿Teatro?
Teatro. Los sábados a la tarde abandonaba yo mi peloteo en el frontón y me dirigía religiosamente a la fábrica de pinzas junto a otros cuatro críos que interrumpían sus ritos de futbolín para no faltar a la cita. Apilábamos unas latas de aceite para convertirlas en butacas y aguardábamos sentados entre matojos y tablas a que la función comenzara.
Braulio construía unos personajes mínimos para su teatrillo con las piezas que nacían con defecto de la sierra. Así, con unas muescas talladas y algún detalle añadido (bolas de anís para los ojos, peluquitas de alambre y algún que otro atuendo de guata), una pinza enflaquecida mudaba en princesa, en galán una más larga y, aquella revirada, en traicionero truhán. Siempre tuve por improvisadas las comedias en miniatura que nos ofrecía pero muchos años después, por cruzarme con los textos en otras circunstancias, supe que eran extractos de los Quintero, Moratín o Bretón de los Herreros lo que en aquel taller disfrutamos. Conocí también que Braulio provenía de familia de farándula pero que él, tras un desengaño amoroso con una actriz secundaria, cambió tablas por pinzas y desapareció de escena.
"Y ahora, ¿a quién quieres? -gritaba con la voz de Braulio aflautada una emperifollada pinza- ¿A la máscara o a mí?". "Demonios sois las mujeres -le respondía un galancito leñoso surgiendo de bambalinas en lances de carnaval-. A la máscara y a ti". "Al menos este demonio -voz en flauta otra vez, desdeñosa y altiva- no te volverá a tentar".
-Has de recordar, Aquiles, el cuidarte de mujeres -solía aconsejarme aquel desengañado Braulio desde el rincón dolido de su viejo corazón-, pues si bien es cierto que todo pende de la cuerda, son las pinzas que prenden el amor las más inconsistentes.
A pesar de sus consejos yo no tardé mucho, como saben, en abrir la caja de Pandora, pero lo que sí hice, dada la opinión de Braulio sobre los lances románticos, fue cuidarme de llevar a mi primer amor a las funciones de títeres por miedo a la reacción del director. Desde mi heroicidad en el cine de la parroquia, hazaña de la que Braulio, a pesar de ser mi enfermero, conoció una versión bien diferente, mi enamorada empezó a demorarse lánguidamente a la salida de clase, y desarrolló una ingenua estrategia de casuales encontronazos previsibles que yo no dejé de aprovechar. Pocos días tuve que esperar para poder, sin necesidad de seguirla a hurtadillas hasta la tienda, comprar gominolas a su lado (los cromos dejaron súbitamente de interesarme cuando descubrí la voluptuosidad de compartir un chicle masticado). Pronto pude acompañarla hasta la esquina de su calle (nunca más cerca, por si sus padres aparecieran), y pasear junto a ella por el barrio; llegamos incluso a adentrarnos juntos en la peligrosa campa, bien preparado mi tirachinas por si alguna lagartija pretendiese devorarla. Aquiles, el habitante solitario del cosmos habitado, recorría ahora sus viejos itinerarios acompañado.
No podía excluir eternamente de nuestro periplo el rincón de la galaxia que más apasionante me resultaba, pero mi amigo Braulio, por los nuevos condicionantes que presentaba mi vida, había adoptado a mis ojos cierto matiz de Cancerbero, y no me atrevía a presentarme con ella en su presencia. El deseo de impresionar a mi amor con la visita al reino donde nacía la magia ganó el pulso a mi prudencia, y no tardé en idear una estrategia. Una tarde de octubre esperamos los dos a que Braulio cerrase el negocio para recogerse en su casa y nos saltamos de un viaje la hora que teníamos marcada para regresar a las nuestras y el muro que nos separaba del país de los sueños. De los míos, quiero decir, porque no tardó en decepcionarme la falta de entusiasmo que mi amada demostró al introducirse en la misteriosa caverna del Grial. Le mostré ilusionado la maquinaria secreta de donde brotaban las pinzas que nos sujetaban místicamente a la vida, pero ella no alcanzó a ver más allá del óxido que orlaba aquellos mugrientos cacharros. Se enfadó cuando quise que nos acercáramos a escudriñar el agua de lluvia retenida en la antiquísima bañera, alarmada por la posibilidad de que aquella sucia palangana albergara sanguijuelas. Desolado, recurrí al plato fuerte, el mágico teatro y sus variopintos personajes, pero sólo conseguí herirme más con la afilada risa que brotó de su ortodonciada boca cuando vio los míseros trapos que colgaban de aquellas ridículas pinzas, que no quiso tocar porque estaban sucios.
Yo aún no sabía en ese momento de mi vida otorgar nombre a esas sensaciones que me vapuleaban interiormente, pero era tal la intensidad de aquel desconocido castigo que me sentí mareado y, para no caer redondo, me tumbé en la hierba. Ella, tras interrogarme sobre el mal que me aquejaba y no obtener respuesta, se quedó en silencio el momento necesario para que emergiera su instinto femenino a cuchichearle, no ya datos sobre mi inexplicable desesperación, sino qué estrategia seguir para afrontarla. Se quitó la chaquetita amarilla de punto de cruz, la extendió en el suelo y se tumbó sobre ella, a menos de un metro de mí.
-¿Has visto qué rápido corren las nubes? Fíjate, ésa parece un lazo.
Cómo no, resultó. Unos minutos más tarde jugábamos a identificar en el cielo objetos reconocibles, huidizas siluetas en busca de nombre y, a la par que se perfilaban en los cúmulos rasgos definidos, rebrotaban en mi corazón quebrado llamitas del calor sofocado tan bruscamente. Noté un roce en mis dedos. Ella me daba la mano.
"Prosigo, Marcela, que ya he saltado el torrente -la voz que imprimía Braulio a sus pinzas en el teatrillo al día siguiente era especialmente punzante, tan tensa que parecía irritada, y yo temí que mi travesura hubiera sido descubierta-. Hay mujeres cuyo oficio es barrenar corazones, y con dulces ilusiones sacar a un hombre de quicio".
Mis piernas, que asomaban de los pantalones como tímidos sarmientos, temblaban. Yo identifiqué aquel cimbreo como un aspaviento delator de mi conciencia reconcomida, e intenté disimularlo cruzando las rodillas. Braulio, tras la función, se acercó a mí y puso su mano en mi frente.
-Aquiles, tú estás malo.
Claro. Gripe con fiebre elevada y, como bola extra, un acceso de bronquitis. El anochecer de otoño al raso se cobraba la factura en mi abarquillado pecho, agotado como estaba de acarrear sentimientos. Nueve días en la cama y un total de tres semanas de reclusión en casa: demasiado para un hombre enamorado. No todas las consecuencias fueron tan nefastas: mis padres, alertados por mi enfriamiento, decidieron por fin dejar crecer mis pantalones para que me enfrentara con más garantía al invierno. Yo, más que preocuparme por el frío, asumí el cambio de vestuario como un sustancial ascenso en mi evolución masculina y, tieso como un espárrago, salí a ondear mi nueva condición el primer día de libertad.
Era domingo. Tarde de cine en la parroquia. Ella estaría allí.
En la pantalla, unos científicos de rasgos orientales examinaban un enorme huevo procedente del espacio exterior. Yo llevaba rato imaginando desde mi silla el evidente desenlace: al primer despiste de los naturalistas brotaría de aquel cigoto un lagarto estelar, como los de la campa a lo bestia, dispuesto a tragarse el laboratorio, la ciudad y la civilización entera, que sobreviviría reforzada tras vencer aquella amenaza desconocida. Lo que no sospechaba, era lo poco que tardaría en tener que digerir la lección. Crujió la cáscara del huevo en la película al mismo tiempo que la de mi corazón, porque un chirrido de metal rozando un diente a mi espalda me hizo volverme. Con la intuición urgente del obús que se avecina, mis ojos se adaptaron a la penumbra para ser testigos del beso que mi niña compartía con el truhán de Rodrigo, aquella pinza revirada que, de un plumazo, se tragaba mi sueño, mi inocencia, se lo tragaba todo.
Salí de la sala como pude, escorado el torso hacia la izquierda porque ahí sentía el dolor que me baldaba, y recortando con mi silueta la ciudad que ardía proyectada en la pantalla. Pisé la calle abierta, tomé aire, sólo para descubrir que las llamas eran ciertas, que la gente gritaba fuego, que todos corrían y yo no entendía nada. Fuego donde Braulio, la fábrica de las pinzas se quema.
Cuando llegué a la tapia, el incendio lamía poderoso las paredes de los edificios adyacentes. Alguien me empujó y el humo, más en mi pecho que fuera, lo llenaba todo. Desde la acera de enfrente vi ceder la tejavana, desplomarse sobre el taller y unirse a él en una polvareda roja y enfadada. Los espíritus de las pinzas, ágiles sin su peso de leña, escapaban por el aire como chispas asustadas. La gente gritaba. Yo susurré acuclillado que todo lo que está, antes o después, se irá. Porque entonces lo entendí.
Nunca más volví a ver a Braulio. Ni a mi primer amor. Cierto que me cruzaba con una mujer que se le parecía pero no, no era ella, mis ojos ya no la distinguían. Los busqué a los dos sin éxito por el barrio de mi infancia, pero es verdad que los he barruntado en muchas ocasiones, en funciones más adultas, en escenarios dispares. Y en mi tendedero… muchas veces.

Son las pinzas animalillos fieles, aunque a veces no nos lo parezcan. Humildes, chiquitas, tan insignificantes que nadie repara en ellas. Hasta que nos sueltan.

 

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